¿Qué difícil es conseguirlo? Casi imposible mantenerlo. La más suave brisa lo rompe, lo rompe un leve roce, un suspiro ahogado, un parpadeo, una hoja seca que aterriza o el vuelo sutil de una mariposa…

Qué frágil y qué importante en este mundo repleto de ruidos, de palabras inútiles, de pensamientos inconexos que se nos escapan sin más en la verborrea de la incontinencia del ego.

Es de nuestra propiedad exclusiva y lo malgastamos, como tantas otras cosas a las que le sustraemos su importancia, por la simple necesidad de oír nuestra voz, sonido hueco que empodera nuestra entidad, por el simple hecho de reconocernos, de sentirnos el centro, de izar banderas en rocas sordas y sin memoria sobre las que se escurren las palabras como gelatina sin madurar.

Y no callamos cuando se debería y no hablamos cuando es necesario.

Y entonces estalla el dolor entonando la marcialidad de unos conceptos cuyo único valor es haber sido heredados.

Cada cierto tiempo surge una voz que se eleva sobre el resto convertido en rebaño, y aparece un nuevo engendro que se alimenta de sangre y de lágrimas. Y es entonces cuando aparece ese silencio vergonzoso, silencio cobarde, silencio medroso, silencio de muertos… ese que llena el tiempo y el espacio.

Pero ese, justo ese, no es mi silencio.

Amo las palabras ecuánimes y llenas de sentido, aunque, sobre todo, amo el silencio de una mirada que me afirma que existo.

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