
Hace tiempo, bastante tiempo, aunque con la forma relativa en que nos empeñamos en vivirlo, parece que fue ayer, tuve un compañero en el instituto que se convirtió en mi confidente y el mejor amigo que he tenido nunca.
Luis era un chaval alegre y con unas enormes ganas de vivir. Siempre tenía los trabajos hechos, los exámenes preparados, las notas altas y, encima, sacaba tiempo para echarme una mano en todo esto, porque yo sólo pensaba en pasármelo bien.
Luis tenía muchos amigos, porque era como una oreja gigante y un hombro enorme donde depositar nuestros problemas y descansar nuestras lágrimas de adolescentes. Y lo mejor: Luis nunca tenía abrumadores conflictos con los que aburrirnos a los demás.
Luis nació con una parálisis cerebral que le dejó sentado sobre unas ruedas para el resto de su vida, pero muchas veces era él quien empujaba nuestras sillas para que siguiéramos adelante.
Los años pasaron y nuestra amistad creció. Yo no sabía hacer nada sin consultar a Luis, pero no me di cuenta de que Luis no sabía vivir sin mi presencia… Y un día, sin más, ¡cuánto debió costarle!, me lo dijo: “Ana, yo te quiero.” Yo simplemente me ajusté al guion que hay establecido para tales casos: “Yo también te quiero, Luis, tú eres mi mejor amigo.” … Pero Luis ya no hablaba de amistad… Y yo dejé de verle…
La semana pasada recibí una llamada telefónica: era su madre. Luis había muerto. Leucemia, dijo… ¿Qué más da?.. Quería que fuera a su casa porque tenía algo que darme… Hacía siete años que no había vuelto a saber nada de él…
Al llegar a su casa, no me atrevía a entrar, pero lo hice. Lloré como una colegiala, a moco tendido, pero me impresionó la entereza y la tranquilidad de aquella mujer. Sobre la mesa había un sobre cerrado que sostenía entre sus manos; supuse que eso era lo que quería darme, pero no me lo acercaba.
—¿Por qué dejaste de verlo? —me preguntó de repente, interrumpiendo mis sollozos.
—No quería hacerle daño —respondí.
Ella sonrió con la sonrisa más triste que jamás he visto.
—Yo no podía darle lo que él quería y era mejor que me alejara —añadí.
—Te equivocas, cariño, nunca se olvida a alguien que has querido, simplemente te acostumbras a vivir sin esa persona —dijo mientras le daba otra vuelta al sobre—. ¿Sabías acaso que Luis, sobre todo y a pesar de todo, era un hombre y que sentía como tal?
Las palabras se me agolparon en una bola en mi garganta.
—Él nunca te olvidó —continuó.
Quería irme, pero mis piernas se negaban a moverse.
—¿Recuerdas cuando te regaló un puzle para tu cumpleaños y lo montasteis juntos durante varias tardes?
—Sí —respondí por fin—. Lo tengo colgado en mi casa… Le falta una pieza.
Volvió a sonreír.
—Cierto —y me tendió el sobre—. Ahí la tienes. Luis te la quitó.
Hace un rato que he estado con la pequeña pieza en mis manos mirando el hueco correspondiente en el puzle. He leído otra vez la pequeña nota que le acompañaba:
“Ana, perdona que por mi culpa no hayas tenido el puzle completo, pero como sabía que te iba a perder, yo quería tener algo que completara una parte de tu vida. Ahora ya no importa”.
He quemado la pieza… Porque mi puzle jamás volverá a estar completo…






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