
El 15 de noviembre de 1922 nacía el escritor italiano Giorgio Manganelli en la ciudad italiana de Milán. Manganelli descendía de una pareja humilde oriunda de Parma. Estudió letras en la Universidad de Pavía y trabajó como lector para conocidas casas editoriales, dedicándose asimismo a la docencia. Además de poeta, Manganelli era traductor, periodista y crítico literario. Consiguió varios premios, entre los que destaca el Premio Viareggio, y fue considerado por los críticos como uno de los escritores italianos más sobresalientes del siglo XX. Manganelli fue un gran viajero y fruto de sus viajes surgieron una buena cantidad de libros sobre este tema. Se casó con Fausta Chiaruttini, con quien tuvo una niña llamada Amelia Antonia, más conocida como Lietta. Sin embargo, su matrimonio entró en crisis y él mantuvo relaciones con la poetisa Alda Merini, con quien se casaría en 1950. Giorgio Manganelli murió a consecuencia de un infarto en la ciudad de Roma el 28 de mayo de 1990.
El pequeño cuento que os propongo, titulado “Veintisiete”, puede interpretarse de varias maneras, pero uno de los mensajes centrales es la búsqueda de sentido y propósito para nuestra existencia. El protagonista, impulsado por una interpretación de los cirros en el cielo, emprende un viaje lleno de desafíos y aventuras, sin embargo, a pesar de ir alcanzando cosas insospechadas, sigue atormentado por la duda sobre el verdadero significado de los cirros que lo llevaron a iniciar su viaje. Esto puede reflejar cómo las personas a menudo buscamos el significado de nuestras vidas en señales o eventos externos, pero, consigamos lo que consigamos, siempre nos domina una continua incertidumbre y reflexión interna sobre el verdadero propósito de nuestras acciones.
Veintisiete
Giorgio Manganelli
Un señor que poseía un caballo de excepcional elegancia, una mansión fortificada, tres criados y una viña, creyó entender, por la manera como se habían dispuesto los cirros en torno al sol, que debía abandonar Cornualles, en donde siempre había vivido, y dirigirse a Roma, en donde, suponía, tendría ocasión de hablar con el emperador. No era un mitómano ni un aventurero, pero aquellos cirros le hacían pensar. No empleó más de tres días en los preparativos, escribió una vaga carta a su hermana, otra todavía más vaga a una mujer que, por puro ocio, había pensado en pedir por esposa, ofreció un sacrificio a los dioses y partió, una mañana fría y despejada. Atravesó el canal que separa la Galia de Cornualles y no tardó en encontrarse en una zona llena de bosques, sin ningún camino; el cielo estaba agitado y él con frecuencia buscaba abrigo, con su caballo, en grutas que no mostraban rastros de presencia humana. El día decimosegundo encontró en un vado un esqueleto de hombre, con una flecha entre las costillas: cuando lo tocó, se pulverizó, y la flecha rodó entre los guijarros con un tintineo metálico. Al cabo de un mes encontró una miserable aldea, habitada por aldeanos cuya lengua no entendía. Le pareció que le prevenían de alguna cosa. Tres días después encontró un gigante, de rostro obtuso y tres ojos. Le salvó el velocísimo caballo y permaneció oculto durante una semana en una selva en la que no penetraría jamás ningún gigante. Al segundo mes cruzó un país de poblados elegantes, ciudades llenas de gente, ruidosos mercados; encontró hombres de su misma tierra, supo que una secreta tristeza arruinaba aquella región, corroída por una lenta pestilencia. Cruzó los Alpes, comió lasagna en Mutina y bebió vino espumoso. A mediados del tercer mes llegó a Roma. Le pareció admirable, sin saber cuánto había decaído los últimos diez años. Se hablaba de peste, de envenenamientos, de emperadores viles o feroces, cuando no ambas cosas a un tiempo. Puesto que había llegado a Roma, intentó vivir allí al menos un año; enseñaba el córnico, practicaba esgrima, hacía dibujos exóticos para uso de los picapedreros imperiales. En la arena mató un toro y fue observado por un oficial de la corte. Un día encontró al emperador que, confundiéndolo con otro, lo miró con odio. Tres días después el emperador fue despedazado y el gentilhombre de Cornualles aclamado emperador. Pero no era feliz. Siempre se preguntaba qué habían querido decirle aquellos cirros. ¿Los había entendido mal? Estaba meditabundo y atormentado; se tranquilizó el día en que el oficial de la corte apuntó la espada contra su garganta.
FIN






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