
El naturalismo se refiere a un movimiento literario, posterior del siglo XIX, basado en las ideas de Emile Zola. Se caracteriza por su desapego científico. Los escritores naturalistas miran sus personajes y tramas con un ojo clínico, analizan y describen sin involucrarse emocionalmente. Por otra parte, los personajes suelen tener poco control sobre sí mismos o sobre sus vidas, siendo, a menudo, pobres y sin educación estando sujetos a las fuerzas de la pasión, la herencia y el instinto. El determinismo conquista el libre albedrío y estos personajes son empujados a lo largo de sus vidas tratando de sobrevivir. En su mayoría estas historias declinan en tragedia. El naturalismo es, por lo tanto, pesimista, y los finales de sus historias son infelices. La vida parece horrible y, de hecho, lo es. Otra característica del naturalismo es que la existencia se centra en los peores entornos en los que los seres humanos pueden vivir. Los personajes son generalmente pobres y viven en barrios marginales o granjas duras y cargadas de suciedad. A menudo se ven reducidos a trabajar en fábricas o talleres de explotación por poco o nada de dinero. Son seres oprimidos. La naturaleza suele ser hostil hacia los seres humanos o, en el mejor de los casos, indiferente.

La advertencia
Emilia Pardo Bazán
Oyendo llorar al pequeño, el de cuatro meses, la madre corrió a la cuna, desabrochándose ya el justillo de ruda estopa para que la criatura no esperase. Acurrucada en el suelo, delante de la puerta, a la sombra de la parra, cargadas de racimos maduros, dio de mamar con esa placidez física tan grande y dulce que acompaña a la vital función. Creía sentir que un raudal tibio e impetuoso salía de ella para perderse en el niño, cuyos labios inflados y redondos atraían tenazmente la vida de la madre. La tarde era bonita, otoñal, silenciosa. Solo se oía el silbido de un mirlo, que rondaba las uvas, y el goloso “glu glu” del paso de la leche materna por la gorja infantil.
Sobre el sendero pedregoso resonaron aparatosas las herraduras de un caballo. Resbalaban en los lages, y sin duda arrancaban chispas. La aldeana conoció el trote del jamelgo: era el del médico, don Calixto. Y gritó obsequiosamente:
– Vaya muy dichoso.
El doctor, en vez de pasar de largo, como solía, paró el jaco a la puerta de la casuca y descabalgó.
-Buenas tardes nos de Dios, Maripepiña de Noria… ¿Qué tal el rapaz? Se cría rollizo, ¿eh?
La madre, con orgullo, alzó al mamón la ropa y enseñó sus carnes, regordetas, rosadas, no demasiadamente limpias.
-¿Ve, señor?… Hecho de manteca parece.
-Mujer, me alegro… De eso me alegro mucho, mujer… Por qué has de oírme: he recibido carta de los señores, entiendes, de los señores, los amos… Que les mande allá una moza de fundamento, y de buena gente, y sana, y bonita, y que tenga leche de primera, para amamantarles el hijo que les acaba de nacer… y con estas señas no veo en la aldea sino a ti, Maripepiña.
Un asombro, una curiosidad atónita, se marcaron en el rostro algo amondongado, pero fresco y lindo, de la aldeana.
-¿Yo, don Caliste? ¿A mí…?
-A ti, claro, a ti… No sé de qué te pasmas… A mí no había de ser… Si te dijese que te llaman para guiar el coche, bueno que te asombrases…
-Y entonces, ¿quiérese decir que tengo que largar para Madrí, don Calixte?
-No siendo que pienses darle teta desde aquí al pequeño de los señores…
-No se burle… No se burle… ¿Y qué dirá mi hombre cuando sepa que dejó la casa y los rapaces?
-dirá que perfectamente. ¿Qué diantre ha de decir? Os cae en la boca una breva madura. Ocho pesos de soldada al mes, comida…, ¡Ya supondrás que comida! Y ropa… ¡De ropa, como la reina! Collares y pendientes de monedas de oro, pañuelos bordados, mantel de terciopelo… ¡Hecha una imagen!
-Ocho pesos – repitió impresionada la aldeana, mientras el mamón, acogotado de hartura, cerraba los ojuelos y se adormecía -. ¿Dice que ocho pesos?
-¡Y propinas! ¡Propinas gordas!
Maripepiña meneó la cabeza, cubierta de densa crencha, de un Rubio magnífico, veneciano, qué, sencillamente alisado para domar su rizosa independencia, brillaba a los últimos rayos del Sol. Cubrió el globo del seno, que todavía rozaba, descubierto, la cabeza del niño dormido, y repitió:
-¿Qué dirá mi hombre?
-¿Él trabaja en la viña de Méntrigo’
-Sí señor… Allí está el enfelís, aguantando calor desde la madrugada.
-Pues paso por allá y te lo remito…, porque esto no da espera, mujer. Si te determinas, has de salir hoy mismo: vengo a recogerte y te llevo a Vilamorta; la diligencia sale a las once de la noche, para aprovechar las horas frescas.
Nada contestó la moza… Su estrecha frente estaba como abarrotada de pensamientos contradictorios. El médico cabalgó otra vez y se alejó, con el mismo choque de eslabón de las herraduras contra las lages de la calzada bruñidas por el tiempo.
Un cuarto de hora después, el hombre de Maripepa aparecía, chaqueta al hombro, azadón terciado. No hubo explicación: ya venía informado por el médico.
-Y luego, Julián, ¿que nos cumple hacer?
El aldeano, al pronto, calló, con cazurro silencio. Soltó azadón y chaqueta y fue a sacar de la herrada un tanque de agua fría, qué apuro a tragos largos, cómo se deben apurar las amarguras inevitables…
Limpiándose la boca con el dorso de la mano, se acercó, cejijunto, a su mujer, que acababa de soltar al crío en la cuna.
-Nos cumple, nos cumple… -repitió sentencioso-. Nos cumple a los pobres obedecer y aguantar… El amo, si esta de buenas, puede ser dar que nos perdone la renta del año; y que la perdone, que no la perdone, tus ocho pesos nadie te los quita. Y tú, según lo vas cobrando, aquí los remites, que yo tengo mi idea mujer, y nos perdonando la renta, si tú se lo sabes pedir con buen modo a la señora, con tu soldada mercávamos el cacho de la viña que está junto al pajar, y ya teníamos huerta, patatas y berzas, y judías, y calabazas, y todo…
-Bien; estando tú conforme, voy a recoger la ropa.
El marido gruñó:
-Lleva no más lo puesto, parva, que ropa ha de sobrarte.
-Y a los rapaces, ¿quién los atiende?
-Estarán atendidos. Vendrá mi hermana, la más pequeña. Ya cumplió los diez años por San Juan; sirve para cuidarlos.
-Que no le falte leche a Gulianiño -imploró la madre, señalando la cuna. Y al pronunciar el nombre cariñoso del nene, se le quebró la voz a Maripepa, y las lágrimas se apuntaron en sus ojos verdes, del color de los pámpanos de la vid. El marido, por su parte, también sintió no sé qué allá, en lo hondo de sus toscas entrañas de labriego amarrado sin reposo a la labor que gana el pan oscuro y grosero… Por un instante los esposos miraron, con el mismo ¡ay!, con la misma devoción, a la cría, a la prole.
-Voyme de mala gana, mi hombre -suspiró la hembra.
-¡No hay remedio! -articuló el, reflexivamente. Y, de pronto, agarrando por el pescuezo a Mariepa, la besó sin arte, restregándole la cara.
-Cata que eres moza y de buen parecer -refunfuñaba entre estrujones-. Cata que no se vayan a divertir a mi cuenta los señoritos… Tú vas por el chiquillo y no para los grandes, ¿oyes me? En Madrid hay una mano de pillería. Como yo sepa lo menos de tu conducta, la aguijada de los bueyes he de quebrarte en los lomos…
La aldeana sonreía interiormente, bajando hipócrita los ojos. Ella sería buena por el aquel de ser buena; pero su hombre no tenía un pie en Noria y otro en Madrid, y los mirlos no iban a contarle lo que ella hiciese… Y, con modito miano, se limpió los carrillos del estragón y, sacudiendo la mano en el aire, articulo mimosa:
-¡Asus, lo que se te fue a ocurrir, santo! ¡Nuestra señora del plomo me valga…!
FIN






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