Elsa se lo pasa muy bien en el campo. Con los árboles, algunos tan grandes como palacios; con las flores, que se confunden con golosinas; con los pájaros cantores que vuelan de aquí para allá y de allá para acá y se pierden entre las ramas; con las hojas secas, crujientes como galletas cuando las pisas y bailarinas en el viento, con el que huyen y huyen haciendo piruetas.

Pero lo que más le gusta a Elsa son las mariposas. Todas, todas las mariposas le gustan: las pequeñas y las grandes, las blancas o las de muchos colores, y por eso las persigue corriendo tras ellas en su vuelo de flor en flor hasta que se pierden. Y Elsa ríe que te ríe, aunque no puede cogerlas, porque ella sabe que sus alitas son como las de las hadas: cuando las tocas, se deshacen.
En cambio, hay algo en el campo que a Elsa no le gusta nada, nada, nada… porque le da mucho, pero que mucho asco: ¡los gusanos! Así que, cuando ella ve uno arrastrándose por el suelo, ¡va corriendo a pisarlo!, pero Papá o Mamá la detienen antes de que lo haga:
-¡Elsa!… ¡Eso no se hace!
Y ella vuelve hacia atrás con el ceño muy fruncido y se separa del bichejo resignada:
-¡Puag! ¡Qué feo!
Aunque Mamá vuelve a censurarle:
– ¡No hagas eso, Elsa! ¡Pero si es hermoso!
Y Elsa frunce más el ceño porque no entiende nada de nada.
Una tarde Elsa vuelve con fiebre del colegio y bastante triste porque sabe que, por lo menos, por lo menos, tendrá que quedarse dos días en casa. Sin embargo, cuando Papá llega, le trae una sorpresa: una caja de cartón tapada y con unos pequeños agujeros por encima, que deja sobre la mesa.
– ¿Es un regalo? – pregunta Elsa.
Y Papá afirma con la cabeza, muy sonriente.
– ¿Qué es? – pregunta Elsa, a la que ya se le ha olvidado la fiebre.
– Ábrela y lo sabrás – le dice Papá. – Pero con cuidado.
Y Elsa va levantando la tapa poco a poco, cada vez más llena de curiosidad. Aunque, cuando ya la ha abierto del todo y ve que en su interior hay unas grandes hojas verdes y frescas sobre las que se arrastran un montón de gordos gusanos blancos, se le escapa un grito y vuelve a cerrar la caja alejándose de ella.
– ¡Son gusanos! ¡Son gusanos! – grita Elsa entre asqueada y asustada.
– No – niega Papá. – Son mariposas.
– ¡No son mariposas, son gusanos! – grita Elsa a punto de echarse a llorar. – ¡Las mariposas son muy bonitas y esos gusanos son gordos y muy feos!
– Porque todavía no se han cambiado de traje – asegura Papá.
Elsa lo mira como si su Papá se hubiera vuelto tonto.
– ¿Traje?… Los gusanos no llevan traje – replica Elsa cada vez más enfadada.
– No, los gusanos no – responde Papá, – pero las mariposas sí. Ahora ellas visten su traje de gusano, pero pronto se lo cambiarán por el de mariposa. Además, no les digas gusanos, se llaman orugas.

– ¡Pues que se cambien ya! – protesta Elsa.
– Todavía es pronto – le dice Papá. – Necesitan unos días para hacerlo y tú debes ayudarles dándoles hojas frescas para que coman y se hagan todavía más gordos. Luego, se vestirán de mariposas.
Y así lo hizo Elsa y, poco a poco, les fue perdiendo la repugnancia, aunque cada día estaban más grandes y gordos, pues devoraban las hojas que Mamá y ella cogían de los árboles del parque cercano de casa, como los gatos las salchichas. Hasta que otra tarde, al volver del colegio, abrió la tapa y las orugas no estaban… En su lugar habían aparecido una especie de bolas blancas, parecidas al algodón, que llenaban toda la caja.
– ¡Se han ido los gusanos! ¡Se han ido! – gritaba Elsa preocupada.
– No, cariño, no se han ido – le respondió Mamá. – Están ahí dentro de esos capullos de seda.
– ¿Los has metido tú? – preguntó Elsa.
– No, han sido ellos quienes los han fabricado y se han metido dentro – respondió Mamá.
– ¿Por qué? – volvió a preguntar Elsa.
– Porque se van a vestir de mariposas – aseguró Mamá.
– ¿Ya? – exclamó Elsa ilusionada.
– Bueno, aún tardarán unos días…
Y fue cierto, porque pasaban días y días y los capullos, que según Papá se llamaban crisálidas, seguían allí sin ningún cambio para desespero de Elsa. Cada tarde, a la vuelta del colegio, abría la caja ilusionada y allí estaban aquellas bolas blancas que no se movían ni hacían nada.
– Creo que hoy deberías abrir la caja muy despacio – le dijo Mamá una tarde ya de primavera.
– ¿Por qué? – preguntó Elsa.
– Me ha parecido oír ruido dentro, no sé, tú ábrela despacio – respondió Mamá.
Y Elsa así lo hizo mientras el corazón le hacía ¡bum, bum! ¡bum, bum! cada vez más rápido, pero cuando llevaba un poco de la tapa levantada, ya no pudo más y la lanzó hacia atrás… y del interior de la caja de cartón aparecieron tantas mariposas blancas que aquello parecía una nube que giraba y giraba alrededor de ellas como las hojas secas con el viento.

-¡Mariposas! ¡Mariposas! ¡Mariposas!… – gritaba Elsa llena de alegría mientras saltaba y saltaba entre todos aquellos cuerpecitos con alas que llenaban por entero la cocina.
– Ven, abramos la ventana – le dijo Mamá.
– Pero entonces se irán – Elsa dejó de saltar.
– Claro, ellas no pueden vivir aquí dentro – aseguró Mamá, – necesitan volar sobre los campos y visitar las flores para poder alimentarse. Al sábado iremos y allí las podrás perseguir, ¿vale?
Y Elsa, aunque un poco triste por perderlas, dijo que sí. Y al abrir la ventana, todas las mariposas salieron por ella para volar sobre los tejados de la ciudad en dirección al campo.
-¡Adiós, mariposas, nos veremos al sábado! – les gritaba Elsa asomada a la ventana hasta que las perdió de vista.
Ahora, Elsa, cuando pasea por los caminos del campo y se cruza con un gusano, o una oruga, como dice Papá, se hace a un lado para dejarlo pasar y ya no le da asco porque sabe que, dentro de ese traje, en realidad, hay una bonita mariposa.
MARIPOSA DEL AIRE,
DE FEDERICO GARCÍA LORCA
Mariposa del aire
¡que hermosa eres!
Mariposa del aire
dorada y verde.
Luz de candil…
Mariposa del aire,
quédate ahí, ahí, ahí.
No te quieres parar,
pararte no quieres…
Mariposa del aire,
dorada y verde.
Luz de candil…
Mariposa del aire,
quédate ahí, ahí, ahí.
quédate ahí.
Mariposa ¿estás ahí?






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