
Recuerdo que era una de esas tardes de invierno que invitan a quedarte en casa pegadito a la estufa y con un café con leche calentito entre las manos. Incluso creo que llovía… En el móvil sonó la señal de haber recibido un whatsapp y algo me dijo que era de Aly… y no me equivoqué. Me enviaba una foto de un marca-páginas en forma de ratoncito:
– Mira, ¿a qué es mono? Me lo acaban de regalar.
Y a mí, con mi proverbial sentido del des-humor, no se me ocurrió ninguna otra tontería que decir:
– No es un mono, es un ratón.
¡Patético! Entonces Aly me respondió con: un lacónico “jaja”. Y es que cuando Aly pone en sus whatsapp dos “ja”, eso es que no le ha hecho ninguna gracia, así que decidí callarme y no estropearlo más. Pero ante mi silencio, ella volvió a la carga:
– ¿No te gusta?
– Pues claro que sí, es muy bonito – respondí resultando nada convincente y cayendo más en el pozo de la mediocre vulgaridad.
No hay nada que me aterroricé más, que quedar como un tonto, así que tras devanarme los sesos di con una brillante idea…
– Mira si me ha gustado que hasta le voy a escribir un cuento…
– ¿Al ratoncito? – en la pregunta se intuía la incredulidad y eso me insufló más ánimos.
– Claro, ¿acaso dudas que pueda?
– No, no… Me gusta la idea.
Y aquí está lo que salió de este reto:

ALICIA, LA BIBLIOTECARIA
Alicia, la bibliotecaria, tenía muy mal genio y siempre nos estaba regañando por cualquier tontería, con su cara seria y de mala leche, y con su mirada severa y penetrante. El caso es que, si hubiese sonreído, habría sido bonita, pero nadie de nosotros la vio hacerlo jamás.
Según comentaban en el pueblo, tuvo una vez un novio, un chico alto, simpático y muy guapo que la trataba como a una reina y, de hecho, siempre la llamaba “Princesa”, pero un buen día desapareció y nunca se supo nada más de él. No se sabía de dónde vino y mucho menos adónde se fue, pero la cuestión era que, desde su desaparición, Alicia dejó de sonreír.
Alicia siempre había sido una personita muy estudiosa y aplicada, constantemente metida entre libros, y aquel novio era igual que ella, dos verdaderos ratones de biblioteca que devoraban páginas y páginas sin levantar nunca la cabeza de los tomos más variados, por lo que se les veía poco por las calles del pueblo y la gente, cuando el chico desapareció sin más, bromeaba diciendo que ella lo tendría atrapado entre las páginas de algún libro.
En su trabajo, hay que reconocerlo, Alicia era muy eficiente y te conseguía cualquier título que le pidieses por muy raro que fuera, pero el caso es que la biblioteca, aunque lejos de las de la ciudad, era grande y todo el mundo se preguntaba cómo hacía para encontrar el libro que fuera, incluso se llegó a decir que tenía la capacidad de conseguirte los ejemplares que todavía no se habían escrito, pero a mí eso me parece una exageración.
Había una cosa también muy curiosa, y es que todos los tomos llevaban un punto de lectura consistente en la cabecita de un ratón cuyas orejas asomaban por arriba cuando estaban cerrados y así parecía fácil encontrar la página en la que te habías quedado, y era muy gracioso ver las estanterías repletas de dichas orejitas que ella se apresuraba a quitar, guardándolas en unos cajoncitos que utilizaba únicamente para eso, guardar cabecitas de ratón, cuando te llevabas algún libro.
Nadie rozó nunca aquellas orejas, ni sus cabecitas correspondientes, pero daban la sensación de estar hechas de un suave terciopelo. Y luego, cuando devolvías el libro, Alicia tornaba a colocar el punto de lectura siempre en su mismo tomo y, casi lo podría asegurar, entre las mismas páginas.
Alguien le preguntó un día por el motivo de esa curiosidad, pero ella, en vez de responder, se puso pálida y se echó a llorar de forma desconsolada, y entre hipos y sorbidas de mocos, nos dijo:
– Todos eran grandes amigos… Todos unos perfectos ratones de biblioteca…
Una mañana las puertas del edificio no fueron abiertas a su hora acostumbrada.
– Quizá Alicia habrá tenido algún problema –dijo alguien.
– O igual está enferma –apostó otra persona.
Pero cuando a media tarde todavía no se sabía nada de ella, se tomó la decisión de forzar la puerta. En el interior todo estaba como de costumbre: silencioso, limpio, ordenado y con la multitud de orejitas asomando por la parte superior de los libros cual fantasmas diminutos en la penumbra de las ventanas cerradas. Sin embargo, cuando llegaron a la mesa desde donde Alicia controlaba todo mientras leía en su eterno libro de poemas, vieron que éste estaba medio cerrado a causa de algo que había entre sus páginas, algo pequeño, inmóvil y con unas pequeñas orejas redondeadas y sedosas asomando por su borde superior…
– Mirad, otra rata que ha muerto aplastada de tanto leer –dijo uno y todos rieron.
De esto hace ya algunos años y desde entonces nadie ha vuelto a saber nada de Alicia, la bibliotecaria.
FIN






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