En el primer recuerdo de mi infancia aparece un indio con penacho rojo que dibujé sobre un papel cuadriculado.
Junto a la ventana del comedor miraba a la tarde que caía con lentitud de pluma mientras todo se llenaba, envuelto en ese silencio suave de las cosas amables, de las sombras amigas y acogedoras de los atardeceres de otoño.
Entonces, claro, no lo supe, pero algo extraño, no sentido anteriormente, recorrió mi cuerpo de niño y, sin saber la causa, una tristeza inmensa se apoderó de mí y comencé a llorar sin motivo alguno, al menos aparente, y es que la soledad, ahora lo descubro, había llegado para conocerme. Y en las nubes carmín del horizonte encontré mi primera sensación fría del destino.
En aquel momento, como producto de una inspiración repentina, mi mano comenzó a trazar líneas y más líneas en movimientos rápidos y nerviosos, mientras sorbía los mocos con sabor a mar de mi desesperación. Y allí, sobre aquel papel cuadriculado y amarillento de un viejo bloc, apareció el indio de rostro inexpresivo y purpúreo plumaje como el crepúsculo. Al observarlo, mi llanto manó con más energía por lo que, a los pocos segundos, tal que un fruto de las sombras, llegó mi madre alarmada: “¿Qué te ocurre? ¿Qué te pasa? ¿Qué te duele?” Pero yo sólo respondía con más lágrimas e hipos mientras mis ojos no podían apartarse, hipnotizados, del dibujo.
Mi flaco vecino, de mí misma edad, amigo desgarbado y con una gran dosis de malas, pero divertidas, ideas, asomó su despeinada cabeza en aquel preciso instante. Su delgada silueta se me antojó como un fantasma en la penumbra del comedor y en silencio se acercó hasta nosotros y miró la infantil silueta del indio en el papel. Fue entonces cuando, como un sonido ajeno y desconocido, me oí decir: “Mamá, yo no quiero morirme.” Y mi amigo y yo explotamos al unísono en un sollozo sin consuelo ante la mirada atónita de mi madre y la indiferencia de mi indio.
Entonces yo solo tenía ocho años.
Ahora desearía hacerlo amparado por el abrazo del sueño durante una tibia noche…






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