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Vivo en un pueblo.
Un parvo núcleo de nidos sustentados en sus vecinos y surcado por una equívoca malla de arterias constreñidas, en la ladera de una leve montaña mediterránea asomada a un generoso valle, donde el sol arranca improbables y polícromos destellos.
Una tenue atalaya del cielo donde todavía se respira aire, donde todavía es posible escuchar el canto de pájaros no extintos, asombrarse con el vuelo arbitrario de una fugaz mariposa o absorber el aroma seductor de un galán de noche…

Vivo en un pueblo y conozco a mis vecinos.
Comparto con sus personas multitud de circunstancias y discrepo en infinitos pensamientos, pero sé que nunca me abandonarán en la calle si me ven caído, ni me robarán la cama si dejo la puerta abierta, ni olvidarán buscarme si un día amanezco perdido.
Y conozco a los niños, sus carreras y sus risas e, incluso, sus rabietas y sus llantos, y sé de su alegría y su libertad que les hace olvidar las pequeñas chaquetas en el parque o los bocadillos de la merienda para deleite de hormigas y gorriones.
Y escucho de los ancianos historias repetidas, chistes desgastados, recuerdos ya traslúcidos… y me asombra que perpetúen mi nombre o que mantengan vivas las memorias de mis padres o las historias de mis abuelos… y me hacen creer en la eternidad.
Y comparto unas cervezas y un trozo del día con quien haya en el bar, saludos con quien pase por la calle, sonrisas con quien cruce su mirada o el calor del sol y la suavidad del silencio con cualquier corazón que late, pues donde hay una persona, hay compañía.

Vivo en un pueblo y no me aburro porque el aburrimiento es algo particular y personal como el DNI o el ADN, igual que el ruido o el desprecio: para quien no sabe escuchar es fácil confundir un nocturno de Chopin con la explosión de un petardo.
Un pueblo donde nunca pasa nada y, al mismo tiempo, suceden cosas a menudo, según sepas ver, escuchar, sentir.
Un pueblo en el que todos sabemos de todos, aunque solo aquello que cada cual quiera hacer público…
Donde el silencio suena a vida y el tiempo viene a caballo del viento con tañidos de campanas, donde se escucha correr el agua y el cielo es gris cuando amenaza lluvia que, por supuesto, suele ser bien recibida.
Donde mi madre me enseñó a compartir…

Sí, vivo en un pueblo de fértiles huertas y amplios montes de secano que, en otro tiempo, fueron nuestro tesoro y nuestro alimento, pero que eso llamado “especulación” nos lo transformó en agujeros negros, en monolitos inacabados en honor al desatino, en árboles caídos para alimentar urbanizaciones vacías y en el desconsuelo de ahorros devorados por la “ingeniería financiera” … maldito eufemismo…
Y como recompensa, nos dejaron sin servicios… Ahora, eso sí, cuando llegan las elecciones, siempre nos visita algún político.
Un pueblo donde la gente joven se marcha a estudiar, a mejorar, a prepararse, a trabajar, a crear su nuevo nido…
Un pueblo que se extiende por el mundo en un desangrarse continuo y donde internet ya es tan necesario como comer o beber porque nos mantiene unidos.

Vivo en un pueblo y es mi orgullo.
Un pueblo que recibe y admite, pero también exige y se defiende. Con sus momentos de luz y sus momentos de sombras. Un pueblo, en fin, como todos y único, que se aferra con sus raíces a las rocas de la historia desempeñando su destino de, a pesar de todo, mantenerse vivo.
Por eso me entristeció tanto cuando uno de nuestros visitantes de temporada me preguntó, seguramente con toda su ingenua estolidez: “Y aquí, cuando nosotros nos vamos, ¿qué hacéis?”, porque lo suyo habría sido decirle la verdad: “Mira, nosotros no somos reales. Todo esto es un parque temático, así que cuando os vais, nos desconectan.” Pero he llegado a aprender que hay preguntas que no merecen respuestas.

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