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El fin de semana pasado se llevaron a cabo en el pueblo las “Tradicionales Fiestas en Honor a San Antonio Abad”, aquel eremita egipcio que prefirió la compañía de los animales a la de los hombres. Y se realizaron como siempre, mediante el tradicional copia y pega de actividades, con lo que habiendo asistido a ellas el año anterior, casi se puede saber el momento de cada una de ellas en el actual, y al año que viene… con toda seguridad: La procesión de la tarde, o de las hogueras, símbolo tradicionalmente pagano que el cristianismo asimiló, como fue su tradición, en un alarde de sincretismo al ir evangelizando a otros pueblos, para representar las diferentes tentaciones enviadas por el diablo y soportadas estoicamente por el santo anacoreta caracterizado por la tradicional imagen de un anciano acompañado de un cerdito a sus pies, la cual, portada en hombros, va esquivando el fuego, con más o menos pericia, seguido de la habitual banda de música al son de algún pasodoble… sí, pasodobles porque se supone que en ese momento Antonio Abad todavía no era santo, para ello debe pasarse toda la noche en soledad dentro de la ermita que lleva su nombre, metáfora del desierto donde vivió casi toda su vida, situada en la calle con la misma denominación. De esta forma, al día siguiente por la mañana vuelven a buscarlo, esta vez con solemnidad, como corresponde a su nueva condición, y a ritmo de la usual música sacra correspondiente lo devuelven a la iglesia donde se celebra la cotidiana Misa en su honor. Pero no se queda ahí la cosa, pues durante esos dos días de festividades se llevan a cabo los populares “Festejos taurinos” por algunas calles del pueblo, con sus oportunas y eufemísticas “exhibiciones de ganado vacuno”, las emocionantes “desencajonadas” y los “toros embolados” … cosas estas que tengo mis dudas sobre que recibieran de buen grado la bendición del santo, pero, en fin, es la tradición. Así mismo, y aprovechando las brasas de las hogueras, las pandillas asan sus opíparas viandas de la tradicional cena, compuestas, sobre todo, de chuletas y embutidos; por su lado, los niños disfrutan con las “cucañas y piñatas”, los jóvenes con la verbena, bueno, en este caso sustituida por la novedosa, aunque ya también enraizada, discomóvil, y los animalitos de compañía, grandes y pequeños, se asustan por igual en el momento de la “bendición”.

Hasta aquí todo perfecto, o casi, pues las tradiciones forman parte del acervo cultural de los pueblos y ellas son una riqueza propia que se debe cuidar y potenciar. Sin embargo, ello no quiere decir que sean eternas e inalterables.

Las tradiciones son una creación de los humanos según sus circunstancias, por eso son diferentes según el lugar en que se den y, por eso mismo, al ser algo vivo, deben evolucionar adaptándose a los cambios sociales como van mudando las ropas de los niños a medida que van creciendo. ¿Qué hay más tradicional y representativo para un pueblo que su lengua? Y sin embargo todas las lenguas cambian con el tiempo, pues sus sonidos, sus reglas y sus palabras han sido creadas arbitrariamente, no por una única persona ni por un dios, sino por todos en general y, por ello, se crean nuevas palabras a medida que aparecen nuevos conceptos u objetos (neologismos), se reciben influencias de otras lenguas (préstamos), sufren transformaciones fonéticas e, incluso, mueren y desaparecen cuando dejan de usarse. Todos los años, la Real Academia de la Lengua incluye nuevas palabras en su diccionario y excluye algunas que ya quedaron obsoletas, y no lo hacen por capricho, sino porque el pueblo ya lo ha hecho. Así, al leer algo escrito en la antigüedad parece que sea otro idioma, pero en realidad es el mismo que hablamos ahora, aunque evolucionado.

Sí, debemos respetar y cuidar nuestras tradiciones, pero no hacer de ellas dogma pues eso es muy peligroso ya que nos arrastra a la intransigencia, al inmovilismo, a la falta de progreso y a una sociedad de reglas absurdas y homicidas de la libertad. Frases como “esto siempre se ha hecho así”, “son las leyes de nuestros padres”, “la tradición es nuestra cultura”, dan mucho miedo pues intentan cortarnos nuestra imaginación, nuestra evolución, nuestro crecimiento. Las personas inmovilistas son como aquellas que al recibir una herencia pretenden dejarla tal como está sin darse cuenta que nada en la vida es inmutable ni imperecedero, todo está en constante movimiento y el tiempo no se detiene arrasándolo todo a su paso, por lo que llegará un momento que no tendrán nada más que cosas viejas e inservibles.

No hay que rasgarse las vestiduras si alguna tradición se pierde, pues será signo de que el pueblo ya no la siente como suya y entonces pasará al estadio de la nostalgia, ni tampoco porque aparezcan nuevas, siempre que sea una elección popular y no por dictado y a la fuerza. Las tradiciones forman parte de la cultura de un pueblo, pero no son la cultura, ella es mucho más.

Hay casos bastante sangrantes en que, desde nuestra perspectiva cultural, vemos la injusticia de algunas tradiciones, por ejemplo, en lo que se refiere a la vida de las mujeres: ausencia de derechos, violencia, matrimonios forzados, ablaciones, etcétera, y entonces nos damos cuenta de lo cruel que puede ser mantener por la fuerza ¿a causa de la ignorancia?, ¿del miedo?, ¿de las supersticiones?, ¿o de ocultos intereses? … Pero no solo se limitan ahí… Una tradición nunca debe ser escusa para ejercer el dominio, ni dogma de fe.

El caso es que, tras los festejos, tras el bullicio, el ruido y el movimiento de este frío fin de semana, nos han quedado otras consecuencias tradicionales menos divertidas: los catarros, el cansancio, las resacas y la suciedad. No es ningún secreto que los humanos somos, tradicionalmente, unos seres descomedidos y unas máquinas móviles de producir excrementos. Pero de esto ya hablaremos en otra ocasión.

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