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Hoy el sol se ha vestido de verano, aunque el calendario dice que estamos a mediados de febrero, y debe ser así porque en las laderas de las montañas se muestran las alfombras blancas y rosadas de los almendros en flor y al pie de los ribazos se acumula la suave nieve de sus pétalos de seda, en contraste con el jade de los algarrobos y el plata de los olivos.

Por encima, los pinares, densos y sombríos, observan indiferentes como se disuelven los trazos como hilos que dibujan los aviones bajo el fondo azul del cielo, mientras en el suelo ocre despuntan galaxias de los minúsculos botones amarillos de las jaras. Y al fondo, donde el horizonte se quiebra con la presencia opalina de la sierra y el valle se pliega en recodos imposibles, se vislumbran las choperas desnudas del río.

Callo y escucho… escucho la vida. Desde el alborozado parloteo de los pájaros confundidos, hasta el crujir de hojas secas al paso de los reptiles soñolientos, pasando por el zumbido monocorde de los laboriosos insectos o el aleteo de presencias etéreas que solo adivino. Simplemente sigo el camino y escucho.

Más abajo se cierran los huertos sobre sí mismos. Verdes, pletóricos, húmedos y, en su mayor parte, abandonados. El agua discurre por las acequias de sabor ancestral y moruno, buscando expandirse sobre tierras sedientas entre caballones dibujados por el afán del arado o el esfuerzo de la azada, pero cada vez se desvía con menos frecuencia hacia las terrazas de cultivo, y va a perderse de nuevo en el mismo río del que había partido.

Y sigo el camino acercándome al pueblo. Y aparecen las pequeñas granjas, antes bulliciosas, ahora silenciosas y vacías, desahuciadas a su decadencia del fracaso. Y entonces me doy cuenta de dos cosas: lo hermosa y fértil que es esta tierra y que en toda la mañana no me he cruzado con ningún ser humano…

Hay una leyenda en mi pueblo sobre que en algún lugar hay enterrada una “romanica” de oro, es decir, uno de esos instrumentos que sirven para pesar, compuesto por una palanca, dos brazos desiguales y un peso que se va moviendo por el brazo mayor, mientras que del menor cuelga el objeto a tantear. Y se basa esta fábula en que, allá por 1492, una vez tomada Granada, fue promulgada la expulsión de todos los súbditos del reino que continuaran abrazando la Ley Mosaica y no se hubieran convertido al catolicismo, edicto dictado por lo Reyes Católicos, pero impuesto realmente por las mentes oscuras de la Inquisición, para cuya resolución se les daba un plazo de cuatro meses en los que debían malvender sus posesiones y llevarse el producto de las mismas en letras de cambio, pues no podían sacar del reino moneda acuñada, oro, plata, armas o caballos. Ante esto, una familia de judíos residente en esta localidad decidió fundir todas sus monedas y joyas de oro y formar con ese metal una romana que, una vez pintada y trabajada, pareciera hecha de hierro viejo y, de esta forma, poder sacar su tesoro camuflado como herramienta de trabajo. Sin embargo, avisados los inspectores de que este caso se podía dar, comenzaron a inspeccionar detenidamente todo instrumento sospechoso. En vista de ello, nuestra familia decidió enterrar la susodicha romana de oro en algún lugar oculto y secreto para, en caso de regresar, poder encontrarla.

Huelga decir que sus deseos nunca se vieron cumplidos y ese pequeño tesoro, tal vez no el único, descansa velado en algún punto de nuestra escueta geografía.

Aquella expulsión dejó nuestras regiones empobrecidas, aunque unos pocos se enriquecieron con la rapiña de las tierras y casas adquiridas a tan bajo precio. Algo similar, aunque todavía a más gran escala, ocurrió con la expulsión de los moriscos dos siglos más tarde, y estos pueblos quedaron tan deshabitados, que fue preciso traer colonos del norte para repoblarlos.

Lo malo es que la historia se repite y ahora nos están expulsando de nuevo, eso sí, más democráticamente al no tener en cuenta la cuestión de fe, pero nos están echando de nuestras tierras y nuestros hogares al no valorar como se debe los frutos de nuestro trabajo, al no permitirnos vivir dignamente en nuestros pueblos, al privarnos de unos derechos que nos pertenecen por ser y existir. Y todo por la presión de las nuevas Inquisiciones de nuestros días: la Especulación, la Rentabilidad y el Beneficio fácil, es decir, la Avaricia, que nos prefieren aborregados en los grandes centros económicos denominados “ciudades”.

Pero nosotros sabemos que en el mismo corazón de nuestro pueblo hay un tesoro, porque en las fábricas no se hace comida, solo se transforma, y los alimentos nacen de nuestras tierras y de nuestras granjas y, si nos expulsan a todos, ¿qué comerán? ¿Comprarán las viandas a las grandes multinacionales, como hacen con el combustible, para ser cada día más esclavos de los poderosos?…

Por eso, al igual que hicieron aquellas familias judías que se llevaron las llaves de sus casas, llevémonos nosotros las nuestras cuando nos toque marcharnos porque algún día tendremos que volver a descubrir ese tesoro que siempre supimos que estaba aquí.

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