Dicen que los fantasmas no existen, que de hecho, esa misma palabra significa vacío e inexistencia, pero a lo largo de la vida encontramos situaciones y personajes que desmienten esta afirmación…

La propia fantasía es una inagotable fábrica de imágenes que pululan por nuestra mente y por nuestros recuerdos y, en ocasiones, estas impresiones son tan vivas, que se podría jurar haber palpado su materialidad. Sin embargo, sólo son pequeños engaños de nuestros juicios que juegan a ser duendes traviesos para hacernos perder el sentido de la certidumbre… Pero ¿qué es realidad?…

Hay quien asegura haber visto alguna persona muerta, después de su tránsito al otro mundo, paseándose por éste como si tal cosa, tocando a los vivos con sus gélidos dedos, susurrando palabras al oído de los dormidos para aterrorizarles en sus sueños, atravesando paredes, rasgando la oscuridad con su aura etérea y frágil, interpretando sonidos como en una melodía de pánico: pasos, gritos, llamadas, roces… hasta cadenas que les aprisionan eternamente a un hecho trágico acaecido durante su existencia… Pueden aparecer en cualquier parte, pero parece que prefieren las casas encantadas por los largos años de soledad: castillos, palacios, mansiones… También suelen tener una cierta predilección por las horas nocturnas, como huyendo de la luz reveladora de defectos…

A veces son los vivos quienes quieren parecerse a los muertos y ocultan sus caras y cuerpos tras ropajes, reales o ficticios, y salen por ahí con la única finalidad de asustar a sus prójimos… o simplemente intimidarles… Cual espantajos de un mundo grotesco que disfruta con el sufrimiento ajeno como único recurso de llenar su propio vacío…

Y parientes próximos a estos ejemplares son las personas vanidosas y presuntuosas que enmascaran su realidad y vulgaridad tal que un espectro de opereta con aspiraciones imposibles…

Pero los fantasmas son normalmente más cotidianos y cercanos a nuestra existencia. El miedo, aunque incorpóreo, se nos aferra en la garganta y recorre como viento de invierno nuestra espina dorsal; el odio, aunque inodoro, nos embriaga con su aroma de venganza y nos nubla el sentido; los celos, aunque insonoros, aúllan como lobos hambrientos en la noche de la sinrazón; la mentira, la envidia, la codicia, la lujuria, la avaricia… en fin, la fea maldad…

Está la incertidumbre, la duda, el no saber lo que hacer o lo que va a suceder, el temor sobre qué cataclismo se nos vendrá encima, el riesgo inminente:  “El fantasma de le guerra…” “El fantasma del hambre…” “El fantasma del paro…” “El fantasma de la sequía…”

O lo inexistente y falso, pero en lo que basamos parte de la dignidad de nuestro ser: “Tuvo un éxito fantasma…” “Un beneficio fantasma…”

Aunque, el más común de ellos, aquel que nos acompaña en la mayor parte de nuestras vidas y viaja con nosotros al más allá, el que nos susurra día y noche, nos aconseja y nos tortura, el que es amigo y el más despiadado de los enemigos, el que nos grita con nuestra propia voz. Ese fantasma que existe porque nosotros existimos, que es porque nosotros somos y que parece capaz de penetrar hasta en los más recónditos pliegues de nuestra mente. Ese fantasma que nos llena de paz y nos aterroriza, porque tiene de nombre algo que el ser humano anhela y evita al mismo tiempo. Ese fantasma es la soledad…

Fantasmas son todos los deseos olvidados en el baúl de los recuerdos, las esperanzas ajadas como hojas de otoño que las escoba del viento barre de los callejones de nuestra existencia, las metas nunca conseguidas, los horizontes nunca alcanzados, los amores no correspondidos y maltratados por la indiferencia… El libro jamás escrito, el árbol nunca plantado, el niño no nacido… Porque fantasma es ausencia…

¿En qué se parece un coche muy caro a un castillo? – Pues en que cuando se abre la puerta, sale el fantasma.

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