Cuando llegaron en el escenario solamente había un taburete en la parte izquierda y en el fondo se veía el telón, granate, viejo y raído. El doctor tomó asiento en el suelo, con las piernas cruzadas y el resto hizo lo mismo, menos Raúl porque está muy gordo y le costaba realizar estos movimientos, así que, tras varios intentos, se marchó del escenario. El doctor vestía una bata blanca que le llegaba hasta un poco por encima de las rodillas, sacó unos folios plegados de un bolsillo y comenzó a hojearlos. Mientras tanto, el resto se iba acomodando y se miraban los unos a los otros sonrientes. Tres personas que vestían de flores, con un maillot verde y grandes pétalos de colores rodeándoles la cabeza, charlaban al fondo, de pie, y otras tres, con botas, capas azules y coronas de cartón, iban dando vueltas dispersas por allí y sin hablar con nadie.

El doctor carraspeó para llamar la atención.

– Pasemos a la siguiente escena… A ver, que vengan los Principitos…

Se acercaron los tres de las capas y coronas y fueron tomando asiento frente al doctor quien los miraba sorprendido.

– ¿Qué pasa?… ¿Hemos perdido a dos?… – Dijo.

– Raúl y Carlos se han ido al baño, ahora vuelven. – Respondió Héctor.

– ¿Los dos juntos?… – Preguntó el doctor acomodándose las gafas.

– Siempre van juntos al baño… – Volvió a responder Héctor como si fuera algo evidente.

El doctor le cortó con un gesto.

– Calla, calla, mejor no quiero saberlo. –  Y se dirigió al resto. – Ahora vamos a repasar la escena del hombre de negocios, ya sabéis, cuando el Principito llega al cuarto planeta y se encuentra con un hombre muy ocupado que está haciendo cuentas…

– Se encuentra con el Contador de Estrellas. – Puntualizó Adrián.

– Sí, sí, con un hombre de negocios que contaba las estrellas porque… – Intentó continuar el doctor.

– No, eso es un error. – Cortó de nuevo Adrián. – Ese hombre no era ningún empresario, era simplemente el Contador de Estrellas… Eso está mal…

– Ya, – le interrumpió el doctor, – ¿y tú como lo sabes?

– Porque ese hombre era yo, yo soy el Contador de Estrellas. – Replicó Adrián con seguridad.

Todos se volvieron hacia él y le miraron con admiración y algunos preguntaron:

– ¿Tú eres el Contador de Estrellas…?

– ¡Vale, vale! – Cortó rápidamente el doctor. – Ya sabemos todos que tú haces el papel del hombre que contaba las estrellas, pero…

– No, doctor, yo no hago ese papel, es que ese hombre era yo. – Aseguró Adrián.

– Bien, bien… Eso está muy bien… – Intentó sonreír el doctor. – Hay que meterse en el papel y ser convincentes, pero…

– Se lo repito, doctor, – aseguró Adrián muy serio, – yo no estoy interpretando, es que yo soy realmente el Contador de Estrellas.

En aquel momento llegaron los otros dos Principitos cogidos de la mano.

– ¿Tú eres el verdadero Contador de Estrellas?… – Preguntó asombrado Raúl quien de nuevo intentaba sentarse en el suelo sin demasiado éxito.

– Claro que es él, yo ya lo sabía, – aseguró Carlos, – porque yo soy el verdadero Principito.

El doctor se revolvió inquieto.

– ¡Ay, madre!… – Exclamó.

– ¡No, no! ¡El verdadero Principito soy yo! – Gritó Raúl quien había desistido en tomar asiento.

Héctor se incorporó con brusquedad y se acercó a Héctor en forma amenazante:

– ¡De eso nada, monada! ¡El verdadero Principito soy yo!

– ¡Chicos!… – Gritó el doctor intentando que no se le escapase la situación.

Se oyó un llanto y todos miraron hacia donde estaba sentada María.

– ¿Y ahora por qué lloras, María?… – Preguntó el doctor.

María era una joven morena con el pelo largo y rizado de la que todos estaban enamorados, pero en ese momento estaba haciendo pucheros recostada en el suelo y todos la miraban con pena.

– ¿Por qué me hacéis esto?… ¿Por qué?… – Suplicó ella. – Todo el mundo sabe que el verdadero Principito soy yo….

Carlos, Raúl, Héctor y Vicente se encararon a ella y comenzaron a gritar todos a la vez.

– ¡Mentira!… – Dijo Carlos.

– ¡Soy yo, soy yo!… – Gritó Raúl golpeándose en el pecho.

– ¡Eso es falso, soy yo!… – Aseguró Héctor.

– ¡Yo soy el Principito, yo lo soy! – Se escuchó la voz de Vicente quien hasta ese momento había estado muy callado.

El doctor, bastante acobardado, se puso en pie con los brazos abiertos.

– ¡Baaaasta! – Vociferó casi hasta quedar ronco.

Todos se callaron y durante unos segundos sólo se escuchó el gimoteo de María. Carla se acercó a gatas hasta ella y comenzó a acariciarle.

– ¡Pobre Principito!… – La consoló y le acercó su cabeza adornada con una enorme flor de trapo. – ¿Quieres oler mis pétalos?…

María la apartó de un empujón.

– ¡Quita! ¡Déjame en paz! ¡Tú no eres una flor!… – Le gritó.

– Eso es verdad… – Dijo Adrián. – Ninguno sois lo que decís, ni vosotros sois el Principito, ni vosotros flores.

– Yo sí que soy una flor. – Susurró Ramón desde su rincón.

– ¡No digas tonterías!… – Se desesperaba Adrián. – ¡Estáis todos locos!

– ¡Mira quien habló! – Exclamó el doctor girando la mirada hacia las butacas del público.

Entonces Lisa se incorporó lentamente mirando hacia el patio de butacas, se acercó hasta el borde del escenario y señaló:

– ¿Veis como hay alguien ahí?…  – Todos miraron. – El doctor les ha dicho algo, yo lo he visto…

– ¡Virgen Santa!… – Se desesperaba el doctor y luego ordenó. – ¡Volved todos a vuestros sitios!

Y todos regresaron a su lugar, menos Lisa quien se quedó mirando hacia el vacío.

– Primero, ya está bien con esta tontería de que haya cinco Principitos… – Impuso el doctor. – Desde ahora en adelante, el único Principito será Carlos.

Éste se incorporó muy orgulloso:

– ¿Lo veis?, porque soy el verdadero Principito… – Se pavoneó.

Los otros fueron a decir algo, pero el doctor los mandó callar con un gesto.

– Carlos, siéntate. – Ordenó y Carlos se sentó en el suelo. – Y vosotros, ni una palabra. A los demás les daré otros papeles en la obra, no podéis tener todos el mismo.

María intentó decir algo, pero un gesto autoritario del doctor le hizo desistir y retorna a gimotear. Carla hizo mención de acercarse.

– ¿Dónde vas, Carla?… – Preguntó el doctor.

– María está llorando. – Respondió Carla.

– María siempre está llorando. Déjala que disfrute. – Y el doctor se volvió hacia Adrián. – Bien, ahora que ya tenemos un Principito y un hombre de negocios, vamos a comenzar el ensayo.

– Pero es que el texto está mal. – Aseguró Adrián.

– ¡Me importa un carajo lo que tú pienses del texto! – Chilló el doctor. – ¡Lo interpretarás tal y como lo escribió Antoine De Saint-Exupery! ¿De acuerdo?

– Me niego. – Afirmó Adrián categóricamente.

– ¿Cómo que te niegas? – Preguntó sorprendido el doctor.

– Sí, me niego, porque yo le caía mal a ese chupatintas de Saint-Exupery y él cambió todo lo que realmente ocurrió… Lo hizo por venganza…

– Pero ¿qué dices?… – Interrogó al borde de un ataque de nervios el doctor. – ¿Cómo ibas a caerle mal a este hombre si él murió hace un montón de años?…

Adrián rio a carcajadas.

– Eso es lo que se cree todo el mundo, – dijo – pero él sigue vivito y coleando… y no me extrañaría nada que viniera el día del estreno para burlarse de nosotros.

El doctor se incorporó y se volvió hacia las butacas mesándose los cabellos.

– ¡Madre de Dios Bendito!… ¡Pero por qué me meteré yo en estos berenjenales!…

– ¿Lo veis, lo veis?… – Exclamó de nuevo Lisa señalando al doctor. – Lo ha vuelto a hacer… Ahí hay alguien… Yo casi los veo…

El doctor se giró hacia ella enfadado.

– ¡Lisa, por Dios!, ¡vuelve a tu sitio!

Y Lisa salió corriendo y se sentó junto a Carla quien la abrazó y empezó a acariciarla.

– ¡Carla!, ¿Serías tan amable de dejar de sobar a todo el mundo?… – Ordenó el doctor.

Carla soltó a Lisa y se cruzó de brazos enfurruñada.

– Veamos, Adrián, por favor, ¿te importaría contarnos esa historia y luego podríamos comenzar con el ensayo?

– Por supuesto, señor doctor.

Se incorporó y se dirigió al centro del escenario mirando al público.

– Todo comenzó hace muchos, muchos años…

– ¡Mirad!… ¡Él también lo hace!… – Gritó Lisa. – ¿Veis cómo habla con alguien?…

– ¡Lisa, sin no te callas, te arranco lo pétalos!… – Amenazó el doctor y volviéndose a Adrián le ordenó – Continúa.

– Pues como decía, todo comenzó hace tanto tiempo, que en La Tierra todavía no había llegado el ser humano.

– ¡Oooooh! – Exclamaron todos menos el doctor.

– Yo vivía feliz y tranquilo en mi planeta, el cual es falso que fuera tan diminuto como lo representa Saint-Exupery. Era enorme, lleno de bosques, lagos, ríos…y todo eso, ya sabéis, animales y personas… El caso es que yo tenía una gran aspiración en mi vida…

– Ser torero. – Aventuró Carlos.

– ¡Tú estás idiota! – Le recriminó Héctor.

– ¡El idiota serás tú! – Se defendió Carlos.

– ¡Silencio! – Pidió el doctor.

– No, no quería ser torero, ni futbolista, ni médico, ni aviador… – continuó Adrián – yo quería ser inmortal.

– ¡Inmortal! – Exclamaron todos menos el doctor.

– Sí, ya sabéis, vivir eternamente… – Explicó Adrián. – Así que busqué y busqué la manera de conseguirlo, pero no la encontraba… ¡Era desesperante!

– Eso es verdad, yo siempre que no encuentro algo… – Intentó intervenir Carla.

– ¡Cállate! – Le exigieron todos incluido el doctor.

– Pero un buen día, – continuó Adrián – cuando estaba desayunando en mi jardín, escuché una voz dulce que me dijo: “Disculpe, señor, ¿sería tan amable de darnos unas rebanaditas de pan?… llevamos varios días sin comer.” Cuando miré hacía la procedencia de la voz, vi a la criatura más increíble que jamás había visto.

– ¿El Principito?… – Preguntaron todos.

– Sí, amigos, El Principito… – Aseguró Adrián.

– ¿Era simpático?… – Preguntó María.

– ¿Era amable?… – Preguntó Lisa.

– ¿Era guapo?… – Preguntó Ramón.

– Era y es todo eso y mucho más, – aseguró Adrián, – pero no venía solo…

– Le acompañaba el Rey… – Aseguró Raúl.

– No, no, el farolero… – Dijo el farolero.

– ¡Qué va! Seguro que era el geógrafo… – Afirmó Vicente.

– ¿No era la flor?… – Preguntó suplicante Ramón.

– Frío, frío, amigos… – Dijo divertido Adrián. –  Era el aviador, el mismísimo Antoine de Saint-Exupery. Yo les invité a compartir conmigo el desayuno y ellos me contaron que estaban haciendo un largo viaje. Eso me intrigó y les pregunté la causa de ese viaje y ellos me respondieron que era para ser inmortales…

– ¡Oooooh! ¡Inmortales! – Exclamaron todos.

– Yo también quiero ser inmortal, les dije, ¿qué debo hacer?… Entonces El Principito me comentó que lo primero era estar enamorado. Eso me deprimió un poco, pues nunca había sentido nada especial por alguien, ni nadie nada especial por mí… en fin, pero él se echó a reír. “Oh, no hace falta que sea por otra persona, aunque también vale, sino una pasión por algo en general, lo que sea, por algo que no te importe emprender un largo viaje que durará para siempre…”

– ¿Un viaje?… – Preguntó el doctor. – ¿Cómo Ulises?…

– Más o menos, señor director. Aquella noche no pude dormir pensando cuál era la motivación de mi existencia… pero daba vueltas y vueltas en la cama y no lograba hallarla, así que decidí levantarme y salir al fresco de la noche para relajarme un poco, y allí, ante mí, encontré el espectáculo más maravilloso de la creación del que nunca antes me había dado cuenta: el cielo, negro como el azabache, era un gigantesco mosaico de puntos luminosos que pululaban ante mis ojos asombrados…

– ¡Las estrellas! – Exclamaron todos.

– Las estrellas… – Afirmó Adrián. – ¡Qué ingente cantidad!, pensé, ¿cuántas habrán?… Y esto es sólo una galaxia, ¡y hay miles de millones de ellas!… ¡o más!… Así que, al día siguiente, nada más amanecer, salí a buscarlos. Los encontré al borde de un río, donde el aviador miraba el cielo y trazaba rutas sobre el azul, porque ese era su empeño: volar bajo todos los cielos del universo y coleccionar atardeceres, amaneceres, días y noches; mientras El Principito hablaba con las flores y les contaba su amor herido, la angustia de estar tan lejos de aquella otra flor que dejó en su mundo, pero no podía volver hasta que no aprendiera todos los misterios del amor.

– Entonces, lo inmortal es hacer algo imposible… – Reflexionó María.

– Más o menos, querida María. – Le respondió Adrián. – Porque si empleas tu vida en una pequeña empresa, tu existencia será corta, pero si eres capaz de crear obras eternas, serás inmortal…

– Entonces decidiste contar estrellas… – Continuó Ramón.

– Sí, Ramón, esa es mi gran empresa, contar estrellas.

– Pero, será muy aburrido, ¿no?… – Preguntó Lisa.

– ¡Qué va!… Cada estrella tiene su historia y ellas me las cuentan y yo las memorizo para recordarlas cuando ya no existan. Y de pronto nacen nuevas y tengo que volver atrás para darles un número y conocerlas…

– ¿Y para qué sirve eso? – Preguntó el doctor.

– Para ser inmortal, señor doctor, para ser inmortal. Contar estrellas es una empresa imposible, ingente, monumental. ¿Quién duda de que aquel que la lleve a cabo no se merece vivir eternamente?…

– Tienes razón, Adrián, tienes toda la razón. – Reflexionó el doctor. – Ha sido una bonita historia, pero se nos ha hecho tarde. Bueno, chicos, creo que ya está bien por hoy.

Todos se incorporan lentamente dispuestos a marcharse.

– Un momento. Adrián, – interrumpió el doctor, – ¿por qué dijiste antes que Saint-Exupery te tiene manía?

– ¡Oh, está muy claro! – Dijo Adrián. – Cuando los conocí, ellos venían de un largo viaje juntos, de planeta en planeta, de cielo en cielo, siempre en su viejo avión. Pero cuando decidí emprender mi periplo por el universo, El Principito decidió acompañarme a mí, porque quería conocer también las estrellas y el viejo avión de Antoine no podía acercarse a ellas. Así que nosotros cogimos un camino y él otro…

– ¿Quieres decir que El Principito está contigo aquí en estos momentos, dentro del psiquiátrico? – Preguntó el doctor.

– ¡Oh, sí, claro! ¿Queréis conocerlo? – Preguntó Adrián.

– ¡Siiiiií! – Gritaron todos entusiasmados.

Y Adrián se volvió hacia el patio de butacas.

– Mon Petit Prince, vous êtes là?

Entonces una voz desde el patio del público respondió.

– Oui, mon cher ami.

– ¿Seríais tan amable de subir hasta el escenario para conocer a estos amigos? – Pidió Adrián con amabilidad.

– Je suis enchanté.

Y se escucharon unos pasos decididos acercándose por la platea.

– ¿Qué os dije? ¿Qué os dije?…  – Gritó alborozada Lisa. – Ahí había alguien…

Pero cuando El Principito iba a llegar, todas las luces se apagaron.

– ¡Ooooh! – Exclamaron todos decepcionados.

– ¡Esto es de locos! – Se escuchó la voz del doctor en la oscuridad.

Cuando volvió la luz solo estaba Lisa en el escenario quien iba diciendo a gritos y señalando al público:

– ¿Qué, tenía razón o no?… ¡Mirad si había gente, mirad!

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