Antes de leer le “Historia sencilla” me gustaría que conocieras a dos mujeres extraordinarias: Anne Sullivan y Helen Keller.

Anne Sullivan, nacida como Anne Mansfield Sullivan en 1866, en el humilde pueblo de Feeding Hills, Massachusetts, fue una superestrella de la enseñanza que no tuvo un comienzo fácil. A los cinco años, una enfermedad llamada tracoma le jugó una mala pasada, afectando su vista.

Pero ¿crees que eso la detuvo? ¡Ni hablar! Después de varias operaciones en la Escuela Perkins para Ciegos en Boston, su vista mejoró y se graduó con honores. No solo eso, sino que también aprendió el alfabeto manual y trabajó con Laura Bridgman, una compañera de la escuela que era ciega y sorda.

En 1887, Sullivan emprendió un viaje al sur, a Alabama, para convertirse en la maestra de una niña de siete años llamada Helen Keller. Con su ingenio y determinación, Sullivan adaptó su método de enseñanza para Keller. Y, ¿adivinas qué? En solo seis meses, Keller había aprendido Braille, casi 600 palabras, ¡e incluso algo de aritmética!

Lamentablemente, Sullivan nos dejó el 20 de octubre de 1936. Pero su legado perdura. Su dedicación y logros en la educación de personas con discapacidades visuales y auditivas han dejado una huella imborrable en el campo de la educación especial.

No menos emocionante es la vida de Helen Adams Keller, una escritora, oradora y activista política sordociega estadounidense que desafió todas las probabilidades. Nacida el 27 de junio de 1880 en Tuscumbia, Alabama, Helen enfrentó un desafío monumental a los diecinueve meses cuando una enfermedad le robó la vista y la audición.

A los siete años, sus padres contrataron como instructora a Anne Sullivan, quien cambió su vida para siempre, pues, con su ayuda Helen aprendió que cada objeto tiene un nombre y cómo deletrearlos con los dedos. Su primera palabra fue “agua”, que aprendió cuando Anne puso una de las manos de Helen bajo una bomba de agua y con la otra mano deletreó w-a-t-e-r.

Con el tiempo, Helen dominó el lenguaje de signos, el Braille, y aprendió a tocar, leer los labios y hablar. Anne incluso le enseñó a pensar inteligiblemente y a hablar usando el método Tadoma, que implica tocar los labios de otros mientras hablan, sentir las vibraciones y deletrear los caracteres alfabéticos en la palma de la mano de Helen.

Después de graduarse de la escuela secundaria en Cambridge, Helen hizo historia al convertirse en la primera persona sordociega en obtener un título universitario en Radcliffe College.

Helen no solo aprendió a leer francés, alemán, griego y latín en braille, sino que también se convirtió en una conversadora hábil, capaz de entender el habla mediante el tacto de los labios y la percepción del movimiento y la vibración.

Durante su vida, Helen escribió numerosos artículos y más de una docena de libros, incluyendo “La historia de mi vida” (1903) y “Luz en mi oscuridad” (1927). Fue una activista y filántropa destacada, recaudando dinero para la Fundación Americana para Ciegos, promoviendo el sufragio femenino y los derechos de los trabajadores.

Helen falleció el 1 de junio de 1968, pero su legado perdura. Su vida y logros han dejado una huella imborrable en la lucha por los derechos de las personas con discapacidades.

Como ves, la historia está llena de personas heroicas, la mayor parte de ellas totalmente anónimas, que han sabido enfrentarse a grandes retos para conseguir enormes logros. Y ahora, ya puedes leer la “historia sencilla”, espero que te guste:

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– ¿Cómo es un atardecer?

Esta sencilla pregunta derrumbaría, con la misma facilidad con la que cae un castillo de naipes, mi particular fortaleza de conceptos adquiridos durante toda mi vida y mi especial forma de ver la vida. Y es que entonces descubrí que somos muy ignorantes cuando creemos saberlo casi todo.

La preguntita en cuestión la lanzó Carmen, una morenaza de veinticinco años, participante, como yo, en un cursillo para educadores con ciertas peculiaridades, ya que todos éramos lo que se denomina, con ridículo eufemismo, discapacitados. Aunque aquella era una buena colección de inválidos, palabreja ésta bastante más peyorativa, donde no faltaba casi ninguna de las bromitas con que la Madre Naturaleza adereza de vez en cuando a sus retoños, pues allí nos encontrábamos reunidos el más amplio espectro de gamas y grados conocido, en un intento de estudiar algunos de los nuevos métodos que favorecieran nuestro trabajo de comunicación, tarea, en verdad, harto difícil incluso siendo un compendio de perfecciones.

Y ocurrió que aquel día la ponente de turno, una señora que simplemente tenía que apoyarse en un bastón para caminar, nos propuso el sugerente tema de los primeros pasos del aprendizaje, aquellos que son conducidos por las más primarias percepciones sensoriales del niño, pero que serán de gran importancia para su posterior desarrollo ya en el momento en que se despliegan las capacidades más básicas: erguirse, caminar, hablar… A más de uno de los asistentes se les puso un nudo en la garganta cuando nos lo planteó de la siguiente manera:

-Imaginaos que todos acabamos de ser madres y padres… ¿Cómo podemos enseñarles a nuestros hijos estas funciones tan básicas con nuestras discapacidades?

-Hay situaciones en las que nuestra discapacidad no tiene demasiada importancia – aduje yo rápidamente con mi característico aplomo y seguridad, – pues, aunque yo no pueda caminar eso no quiere decir que mis hijos no sean capaces de hacerlo, eso es una capacidad innata y los niños lo harán por sí mismos.

– ¿Aunque tú no puedas levantarlos de suelo cada vez que se caigan?… – preguntó otro de los presentes.

-Bueno, siempre habrá alguien que les ayude…

-Claro… siempre habrá otras personas…

Y todos guardamos silencio durante unos eternos segundos.

Entonces Juan, un muchacho sordomudo quien había venido acompañado de su hermana como traductora, comenzó a realizar diversos movimientos y complicados gestos con sus manos que ella nos iba transcribiendo al idioma de los sonidos:

-No dudo que tu hijo llegue a caminar, aunque tú no puedas, pero ¿cómo le enseño a hablar yo al mío?…

Ante esta complicada cuestión las miradas comenzaron a divagar por los techos y paredes. Pero él continuó:

-Seguramente él será educado por mis padres o mis hermanos, incluso por los vecinos, pero yo no podré comunicarme con él hasta que sea lo suficientemente mayor para que aprenda mi código de signos, ¿pero no será entonces demasiado tarde para enseñarle mis conceptos sobre la vida, sobre la moral, demasiado tarde para hacerle saber mis sentimientos, mis esperanzas o mis miedos?…

No había suficientes techos ni paredes donde poder escapar.

-Pero puedes darle amor y eso ya es mucho – dijo alguien con timidez.

-Pero no es suficiente porque eso no le permitirá comunicarse conmigo – respondió él.

-Eso no es cierto.

Todos nos volvimos hacia la voz femenina que soltó aquellas palabras y descubrimos a Carmen, quien, aunque no había pasado desapercibida gracias a su físico agraciado, era ésta la primera vez que habíamos escuchado su voz.

-Explícate – pidió la moderadora.

-El amor abre muchas puertas – respondió ella.

-Puede ser, pero yo pienso igual que Juan, – se escuchó por las últimas filas, – hay conceptos, habilidades o disciplinas cuya enseñanza es muy complicada a causa de nuestras discapacidades.

-Siempre es complicado enseñar, aunque no tengas ninguna discapacidad física, pero lo peor es no darse cuenta de nuestras otras capacidades que vamos olvidando hasta perderlas, hasta que nos volvemos insensibles y nos convertirnos en simples máquinas.

-Eso es muy filosófico y poco práctico – afirmó mi vecino de la izquierda.

Carmen no volvió la cabeza siempre fija al frente, pero la bajó un poco y se encogió de hombros.

– ¿Pero de verdad crees que si nuestros padres y la gente que nos ha rodeado durante nuestras vidas hubieran sido solamente prácticos nosotros estaríamos ahora aquí? – disparó con voz sosegada. – ¿Crees que Anne Sullivan hubiera conseguido que Helen Keller llegase a ser quien fue si hubiera pensado de forma práctica?…

Y aquello fue un cañonazo y nadie parecía querer volver a hablar. Y entonces la soltó:

– ¿Cómo es un atardecer?

– ¿Qué quieres decir? – pregunté.

-Nada, sencillamente quiero que alguien me explique cómo es un atardecer.

– ¡Ah, bueno! – exclamé dispuesto a dar rienda suelta a mi verborrea poética. – Hay diferentes atardeceres dependiendo de diversos factores, los hay rojos…

-Te recuerdo que soy ciega de nacimiento – cortó mi explicación.

“¡Qué estúpido soy! – pensé.”

– ¿Cómo es el color rojo?

“¡La verdad que soy idiota! – volví a lacerarme. – A ver cómo le explico a una mujer ciega de nacimiento un color.”

Ella se puso en pie y se acercó hasta mí sin tropezar con nada ni con nadie, cuando se detuvo a mi lado me preguntó:

-Tú utilizas una silla de ruedas, ¿no?

-Sí – respondí, – desde pequeño.

-Si quieres yo luego te explico cómo es andar o correr, pero primero ¿podrías explicarme cómo es un atardecer?

Simplemente emití un leve carraspeo.

-Debería ser fácil para ti, ¿no escribes poesía?

Y yo, como un imbécil, afirmé con la cabeza, pero ella lo intuyó, aunque no pudiera verme.

-Entonces saca todas tus combinaciones de metáforas y metonimias y todo eso que utilizáis los escritores y explícame cómo es un atardecer de forma que lo pueda entender.

Y tras pensarlo detenidamente un rato, respondí:

-No puedo.

Ella sonrió. Se arrodilló frente a mí y me acarició el rostro.

-Siempre se puede, cariño, siempre se puede. ¿Quieres que te lo explique yo?

Y volví a afirmar con la cabeza como un niño acongojado. Ella se incorporó y clavó su mirada en un punto indefinido.

-En el atardecer nuestros sentidos se despiden de la luz y eso se percibe. Si el día ha sido azul, los pájaros le dicen adiós con sus trinos y sus revoloteos, pero si ha sido gris, sólo hay silencio y el día muere en soledad, como en un atardecer de invierno donde sólo te acompañan los recuerdos. Si el atardecer es luminosamente dorado, se percibe la última caricia tibia del sol en la piel y, si es realmente precioso, lo notaré en la leve presión de la mano de mi novio y en sus silencios, como cuando me regaló el anillo de pedida y no le salían las palabras, claro que era de oro porque con la plata todo es más sencillo. Si es un atardecer otoñal, el viento despeina apasionadamente mis cabellos, porque el rojo es el color de la pasión, ¿no es así?, y todo lo arrasa, todo lo revuelve… pero puede ser un atardecer rosado o violeta, como los de esas tardes de primavera en las que te arropas en unos brazos cálidos mientras, según me dice, pequeños cúmulos de algodón deshilachado navegan sobre nuestras cabezas… Y no, no, no depende de nuestro estado de ánimo, cada tipo de atardecer es siempre igual y nuestros sentidos lo saben, lo recuerdan porque nosotros formamos parte de la misma esencia de la que están fabricadas las nubes, el viento, las aves o el mismo sol. Sin embargo, como pretendemos ser simplemente prácticos y poco filosóficos, nos olvidamos de que muchas respuestas a tantas preguntas están en nosotros mismos y que, a pesar de que no podamos andar, ni hablar, ni oír, ni ver, siempre encontraremos la manera de comunicarnos con los demás y decirles lo que sentimos, lo que pensamos y lo que sabemos y, sobre todo, si lo hacemos con amor y el amor abre todas las puertas y derrumba todos los muros, y yo te aseguro, Juan, que tú le harás saber a tu hijo todo lo que sientes y todo lo que sabes porque encontrarás la manera de hacerlo, porque pondrás todo tu empeño en ello, y tú – me señaló con el dedo sin errar – al tuyo le mostrarás que un paso va detrás del otro y yo le contaré al mío cómo era el atardecer en que me enamoré de su padre. Siempre es tiempo de aprender o de recordar lo que la vida nos dio como impronta: la capacidad de tomar aquello que nos es dado.

Después de aquello decidí dejar de escribir poesía y dedicarme a contar cuentos…

¡Qué ciegos estamos quienes podemos ver!

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